2014年5月18日日曜日

Podía confiar en los colores del cielo, uno tras otro, enmendando atardeceres, creyentes y vastos, podían derrimir mi existencia, burda, incapaz.  Complejo de inferioridad le llamaban, baja autoestima con estigma de descuido, cosas que tejen mentes infantes hasta colapsar en la amargura y tristeza de la adultez, ¿tienes tú la culpa? ¿o es mía y de nadie más?

Defecto era la sinceridad misma, la cruel amabilidad que desconfiaba no solo de mi misma, si no de quien en mi los ojos posaba, con interés, con desprecio, con curiosidad.

No entendía hasta ese momento, madre mía, creí al encontrarme con tu misericordia que quién mentía era la inherencia en mi, la más grotesca manifestación de virtuosidad, común y miserable. E injusticia fui al encontrar ante el gran Juez, tanto para mi como para la humanidad, mi hermandad, mi patria, olvidada también en el infructuoso abismo, mas sin embargo el demonio dio ignorancia, como una droga calmante a la opresión, y la profunda desdicha que embargaba a cada ser y ente.

¿Debo beber de ella?, ¿o aceptar mi final?

Sus ojos, madre mía, eran preciosos amaneceres dorados, con penumbras entintadas al alba dulce del candor inicial, y su talento volvía nulo a cualquier espectador, sonreía y paraba el mundo, se detenía el mismo Rey a contemplarla con alegoría. Pero su corazón como mi alma estaban tan dañados, que de nada servia tan sublime regalo celestial.

Ruega por nosotros, te pedíamos al unisono, ella y yo perdidas en el mundo, en sus lagrimas lapislázuli, ¿qué habíamos hecho mal? ¿quien nos hizo creer que semejante ofensa a la razón era lo correcto? ¿quien nos hizo creer que al final podríamos ser entendidas por nuestra falta de malicia? Nada justifica el acto cometido, ni las palabras, y yo quien no la tolero más, no espero tolerancia de nadie.


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