Para mi nunca fue cobardía, hablar de quien cometía lo innombrable, una barbarie, una insensatez. Jamás juzgue.
Aquellas personas, buenas o malas, ¿eran realmente cobardes?, ¿qué puede estar tan mal?, ¿qué puede distorsionarlos o perturba tanto? Siempre lo pensé así, preguntándome más que juzgar, ¿qué podía atormentar tanto a alguien para llevarlo a ese limite?, ese limite donde no hay regreso.
Porque supongo así fui desde niña, desde mis nueve años cuando conocí la presencia de aquel ángel que según la mayoría devasta vidas, pero que sin embargo para algunos da paz. Alguien me dijo una vez, quizá mi madre, que algún día volvería a encontrarme con cada vida que nos ha dejado, que podría saludar otra vez su espíritu, escuchar la voz eterna de un cantar... Aquel día no solo cambio mi visión para siempre, si no que surgió en mi un descomunal deseo, un suplicio que a la vez dio esperanza a mi existir.
Y conforme crecía, conforme aprendía más, una venda se quitaba de mis ojos... Lo sabía, lo entendía esta vez, mi deseo de paz crecía conforme mi ignorancia se drenaba, y con él, mi deseo de morir también.
‘‘Descanse en paz tu dolorosa alma’’